Por Georgina Trías | #NoHablesEnMiNombre es el lema con el que hoy alzamos la voz frente a un feminismo radical que nada tiene que ver con el sentir de millones de mujeres en todo el mundo. Un feminismo que, gritando, cree que va a poder silenciar a tantas mujeres que conservan aún el sentido común y la conexión consigo mismas, que valoran la vida, la maternidad y que están orgullosas de encarnar los atributos femeninos.
Estas mujeres, en general, no están acostumbradas a alzar la voz. Normalmente son discretas, silenciosas y trabajadoras. También muy expansivas, pero no necesitan hacerse notar. Científicas, ingenieras, médicos, abogadas, enfermeras, camareras, cuidadoras, madres de familia…, encarnan un sinfín de dedicaciones como variado es el caleidoscopio de la realidad. No se identifican con la propaganda feminista que inunda televisiones, películas, redes, política, y la sociedad en general.
Para reafirmarnos en nuestra feminidad y en el reto de profundizar en la identidad femenina en el siglo XXI no necesitamos de este burdo feminismo que destruye lo auténticamente femenino. Estamos más ocupadas en preservar lo que nos dota de originalidad, lo que nos distingue del varón, que nos embellece y dignifica.
Muchas mujeres no queremos igualarnos al varón, sencillamente porque somos diferentes. Precisamente la complicidad y la complementariedad entre hombre y mujer nos realiza a ambos sexos y nos proyecta como personas. Nuestra manera de ser y de estar en el mundo es como hombre o como mujer, y eso ni resta ni suma, simplemente es. El desafío está en dar plenitud a esa “manera de ser en el mundo”.
Enfrentar la mujer al varón, como hace el feminismo, es además de absurdo, dañino para hombres, mujeres y niños. Lo que suma y da estabilidad a una pareja, a una familia, a la sociedad en general, es la generosidad, no el enfrentamiento y la acusación. Sin esa base esencial no hay posibilidad de construir una sociedad sana, donde la familia fundamentada en la unión de hombre y mujer, sea el eje en el que crecen niños en un marco equilibrado y sano, con las referencias masculina y femenina.
Si hablamos de las mujeres, necesariamente hay que hablar de las madres, que el feminismo actual ignora. Las madres, las que transmiten el don de la vida, las que posibilitan que nuevas generaciones nos sucedan, las que constituyen el pilar sobre el que se fundan muchos hogares. Madres que saben que la maternidad no viene sola, que es cosa de dos, y que no van a permitir que el feminismo les robe la ilusión y la belleza de la maternidad, la posibilidad de una vida junto a un hombre que las ame y que ellas puedan amar, y no enfrentadas a él.
¿Por qué las feministas no hablan de las madres? ¿Por qué no reconocen a las mujeres que trabajan en casa y que por elección algunas son madres de varios hijos? ¿Acaso son menos mujeres? Normalmente estas mujeres no se sienten oprimidas, sino muy dignificadas, y han elegido esta opción frente a otras, aun a costa del escaso reconocimiento social que tienen.
Ser madre, algo inherente a la mujer, es cada día más difícil; se convierte en algo heroico en una sociedad que te valora por lo que haces y no por lo que eres, cuando en casa el hacer y el ser se requieren. En realidad, en el hogar se gesta lo más importante, es el germen de la futura sociedad.
El feminismo olvida que la mujer, como cada ser humano, es única y singular, y no puede hablar “en nombre de las mujeres” colectivizándolas, bajo el nuevo molde de la ideología de género, que acaba desnaturalizando a la mujer, y también al hombre.
Chesterton escribió que “la mujer defiende la idea de la cordura, ese hogar intelectual al que la mente debe volver después de cada excursión por la extravagancia”. Hoy esto ya no está tan claro. Porque hoy muchas, ahogadas en la marea del feminismo, se pasan la vida intentando descubrir su identidad en una sociedad que cada día lo pone más difícil, y ya no son referencia ni para los suyos.
La ideología de género es un ejemplo más de la excursión por la extravagancia, sin fundamento antropológico sólido, una teoría acientífica, que va a dejar dañadas a unas cuantas generaciones que, cuando quieran “volver a casa” o no encontrarán el camino de vuelta, y si llegan, con suerte, será con heridas muy profundas.
Mientras que la mujer construye, el feminismo destruye, destruye a la propia mujer porque le roba su identidad. Habiéndola victimizado previamente, le hace creer que “empoderándola”, llegará a ser una “súper mujer” de corte nietszcheano y sin trascendencia. Es decir, se la está engañando y lanzando a una batalla sin tregua, donde inexorablemente acabará reforzando precisamente aquello que intenta evitar: más victimismo y mayor soledad.
La cuestión de fondo es la trampa en la que han caído tantas mujeres creyendo que van a poder decidir lo que son, cuando el ser varón o mujer nos viene dado. Es la primera lección de antropología natural, que puede aprenderse de forma experiencial en la unidad de neonatos de cualquier hospital: ¿es niño o niña?
El feminismo rehuye todo lo que tiene que ver con la familia, con los padres, y sus hijos. Y la mujer feminista olvida deliberadamente las bondades que tiene el hombre, sin el cual nunca logrará desarrollar su identidad plena. Como a la inversa, tampoco lo logrará el hombre. Ambos, hombre y mujer, se requieren, complementan y aspiran a una integración recíproca. Es la lógica de la unidad basada en el amor.
El amor es la ley universal que permite alcanzar todas nuestras aspiraciones. Quien ama de verdad suele conservar la brújula que le permite no dejarse engañar por ideologías vacías y sectarias, conservando el contacto con la realidad que le orienta en la vida. Este es el desafío para nuestro siglo.
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Georgina Trías es diputada por el partido Vox en el Congreso de España, madre de familia numerosa y emprendedora; licenciada en Filología Hispánica y máster oficial en Humanidades.
Este es uno de los textos que publicamos en el dossier ‘El 8M bajo una nueva mirada‘, que usted puede descargar aquí.